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VALCÁRCEL, Luis E. - Mirador Indio

Publicado: 2011-01-14

La narración de Valcárcel tiene como epicentro el Lago Titicaca y alrededores. Se trata de una descripción del espacio, principalmente del paisaje y los escenarios con los que se va topando, a manera de reconstrucción de un pasado en el presente, un lugar al que ha cargado de misticismo y en el que ha idealizado la existencia de un antepasado soberano, libre y feliz.

El primer momento de la narración se desarrolla en el pueblo-santuario de Copacabana, una categoría que le es asignada por la cantidad de indios que acuden allí a reverenciar a la Virgen o Mamacha de Copacabana, en un ritual que representa la herencia católica pero que también mezcla las creencias precoloniales, un origen común que amalgama al conjunto de peregrinos. En este acápite, Valcárcel describe con detenimiento las relaciones y actividades que se llevan a cabo en la feria del 6 de agosto, desde las danzas y la música, pasando por el olor de las viandas y las sensaciones producidas en la basílica. Hay, sin embargo, un marco triste en todo momento, quizá en virtud de la situación del pueblo el resto del año, silencioso y taciturno.

Luego el autor nos lleva por un viaje en las aguas del Lago Titicaca, destaca ahí el afán de registro del paisaje que llevan a cabo el dibujante y el fotógrafo que lo acompañan. En Yampupata, parada obligada en el viaje a la Isla del Sol, los pobladores son presentados con ensoñación, se trata de agricultores comedidos y buenos huéspedes. El capítulo de la Isla del Sol llama la atención por las constantes referencias al pasado, a la mitología y al ensalzamiento de un hombre nativo milenario y domador de su entorno. En ese sentido el lugar es presentado como el santuario predilecto del Perú, origen del imperio de los incas y patio de recreo del Dios Sol. A la prosa poética de Valcárcel le siguen párrafos descriptivos de la topografía, de las anécdotas con los residentes y principalmente de los vestigios arqueológicos que confirman la hipótesis de este lugar como santuario.

Siguiendo esta tendencia del espacio como eje central en el pasado indígena, se nos presenta el capítulo de la agricultura. Ahí destaca la faena comunal dentro de una filosofía que no separa lo divino de lo mundano, contrapuesta a la tecnología occidental y a la cristiandad. El ejemplo de los indios de Challa sintetiza la concepción del autor, quien narra la manera en la que se siembran sus tierras en una armonía constante. Para Valcárcel, este es el resultado de siglos de domesticación, aclimatación y conquista de la tierra, es un proceso que llama “agrológico”, una forma de pensar y vivir en contacto con la naturaleza, puesta al servicio del hombre pero también divina y respetada. En ese contexto el único modo de sobrevivir era el ayllu, la comunidad como conjunto colaborativo y especializado.

La muerte tampoco escapa a esta obsesión con el paisaje. Ese es el caso con las torres funerarias de Sillustani, sepulcros de piedra ya saqueados, presumiblemente construidos por un solo pueblo, innovador en la arquitectura de la zona, una manifestación más de su habilidad para adaptarse al terreno. En este momento se pone de manifiesto, una vez más, un sentido de admiración hacia los habitantes anteriores a los incas, una constante en el discurso del autor, quien parece ir en búsqueda de un origen primigenio.

Finalmente, el último acápite se impone como una mirada totalitaria del territorio, en el que la costa sur, estéril y desolada abre las puertas a la sierra, un “mundo sin sonrisa”, pero también el techo del mundo, nostalgia y misticismo, divinidad y quimera que no trasciende la selva.


Escrito por

Ángel Colunge

Interesado en la fotografía, el cómic, el cine y diversos aspectos de la cultura visual.


Publicado en

A 300 000 Km por segundo

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