Mucho se ha escrito sobre esta película de Truffaut de 1959, en particular sobre las escenas del show de títeres, la entrevista con la psicóloga, el juego mecánico y quizá la más preferida, la de la playa.

Yo quiero llamar la atención sobre la escena de la prisión, cuando Antoine es fichado y el fotógrafo que le hace los retratos le voltea la cara con una rudeza inesperada. Estamos frente a un trámite de registro de la identidad, como el de la fotografía carné o pasaporte, una inyección de pragmatismo al oficio fotográfico, que es puesto al servicio de la oficialidad y de su afán documental (en el sentido más vulgar).

Pero además, la escena en cuestión plantea la violencia física en contra del espacio retratado; no en tiempo real, en el momento en que se realiza la imagen fotográfica, sino en el intervalo entre toma y toma. El retrato del recluso no puede sino recordarnos, a pesar de las distancias, la gigantesca colección de fotos que los Khmer Rouge hicieron de los prisioneros camboyanos en 1976, pero sobre todo, a las fotografías del secuestrado, agredido o condenado que es víctima del autor de su representación.

No puedo evitar pensar lo interesante de este punto de partida para una discusión alrededor del ensayo o corpus fotográfico que plantee una metodología de la violencia.

En todo caso, y retornando a la película, podemos interpretar  la intromisión y rudeza del retratista como un golpe más que es dirigido a este joven héroe (cuyo final abierto se cierra en el corto Antoine et Colette de 1962). Si su libertad ya no le pertenece, tampoco su cuerpo, tampoco su imagen. En ese sentido, mover su cara significa arrancarle el derecho a manejar las instancias de su representación, desde las más fundamentales.

Ojo, la escena ya mencionada se ve en los primeros segundos del trailer de la época.